Se le hace de su conocimiento que debido al estado de guerra que nuestro reino mantiene en estos días, Su Majestad le ordena que cumpla con su deber ante él, y se una lo más pronto posible al ejército real para ser destinado al frente de la batalla y defender nuestro honor aun a costa de su propia vida. Se le recuerda que su familia ha estado siempre dispuesta al sacrificio si de honrar a nuestro monarca se trata. La recompensa vendrá en dos formas, si sobrevive, la fama, la gloria y el poder estarán a su disposición, si muere en batalla, su alma será recordada con infinita consideración y afecto.
Mariscal Mayor.
Diego de Soto."
Federico se sentía desfallecer, no era un hombre que huyera de sus responsabilidades, su honor y su palabra eran de capital importancia para él, y sabía que responder al llamado del rey era, no una orden injusta, sino al contrario, una oportunidad de demostrar su valor y su interés por el reino, pero que hubiese llegado justo en estos momentos, en que también estaba comprometido su honor con Celia, lo devastaba.
El joven se paseaba por toda su habitación, se pasaba la mano por la cabellera en forma constante, tratándo de hallar un balance, una salida, una solución a aquel dilema que sorpresivamente le había llegado, se castigaba pensando en que había apurado las cosas con Celia, ya que todo el mundo sabía de la difícil situación que se vivía en el reino y los rumores de que los caballeros de las familias principales iba a ser llamados por el rey, ya circulaba en la ciudad, pero Federico, envuelto en esa lógica de los enamorados, no pensó correctamente y se comprometió sin pensar en las consecuencias que ahora estaba viviendo.
A la mañana siguiente, Federico se presentó ante su padre Miguel, el cual de inmediato notó en el rostro de su hijo la preocupación y el desvelo. Federico le tendió a su padre el mensaje real, el padre lo leyó lentamente y al terminarlo, abrazó a su hijo fuertemente y ambos lloraron juntos por largo tiempo. La madre de Federico, Andrea, los encontró abrazados y su corazón supó de qué se trataba. El día trancurrió lentamente, y en aquella casa, reinó el silencio que se mezcló con el orgullo, el honor y la desolación.
Miguel, hombre acostumbrado a pocas palabras, pero siempre muy bien escogidas, sentó a su hijo frente a él y le dio el consejo paternal que Federico necesitaba, el padre, haciendo uso de bien dotada inteligencia, hizo hincapie en los pros y contras de cualquier decisión que el hijo asumiera. Federico escuchó a su padre, en silencio y analizaba las palabras del padre con la mente y el corazón. En el cómodo sillón de al lado, Andrea, su madre, hermosa y tranquila, escuchaba a su marido y en silencio compartía aquellos sabios consejos, asintiéndo levemente cuando su hijo volvía sus ojos hacia ella.
Después del mediodía, Federico ensilló su caballo y salió de su casa con destino a la de Celia, sus padres lo observaban desde un balcón, ambos habían conversado con su hijo durante mucho tiempo sobre aquel problema, por una parte, se sentían orgullosos de que el rey hubiese ordenado a su hijo a unírsele en aquella guerra, sabían que Federico era muy capaz, había sido enseñado desde la tierna infancia en el arte de la guerra, de las armas y la lucha cuerpo a cuerpo, era fuerte, valiente, sagaz, inteligente y perseverante. Andrea, muy adentro de su corazón, encomendaba al Señor del cielo la protección de su hijo. Miguel, sentía en el suyo el doble orgullo de haber servido al padre del ahora rey en similares condiciones y de ver a su hijo cumplir con aquella sagrada misión. Pero ambos padres se consternaban al ver a Federico entre dos compromisos de gran envergadura, ambos de honor, ambos importantes y saber que tenía que escoger solamente a uno...
Celia caminaba por el inmenso jardín de su casa, acompañada de Gertrudis, su dama fiel que sostenía las flores que su ama iba cortando para hacerce un ramo que adornaría su mesita de noche. Respiraba hondo, y el día se le presentaba diáfano, claro, vitalizante... sonreía a cada paso, al observar las pequeñas mariposas y las traviesas abejas buscando las flores más hermosas para alimentarse con su miel.
La campanilla del desayuno sonó a lo lejos, Gertudis apresuró a su ama a regresar a la casa. El desayuno era de vital importancia para la familia y la señorita no podía llegar tarde. Los amables padres de Celia, la esperaban en la puerta con sus acostumbradas sonrisas: Luis, vestido elegantemente, con aquel su aire militar tan propio que le daba una imagen sofisticada y varonil. Mónica, la madre, de una belleza frágil y a la vez poderosa, abrazaron a su hija y juntos se dirigieron a la enorme mesa que ya estaba preparada; en un momento, Héctor el hermano de Celia, se presentó y abrazando al padre, luego de una reverencia ante su madre y hermana se sentó en su lugar y todos iniciaron aquel ritual familiar que fortalecía sus vínculos.
En un momento, en que se hallaban charlando alegremente, apareció repentinamente Alberto, amigo de la niñez de Héctor, miembro a su vez de una distinguida familia, su visita, asi de improviso, sorprendió a todos, más fue la cara larga y seria de Héctor la que los preocupó enseguida.
El joven visitante, después de los saludos de rigor, sacó de su pequeña bolsa un papel enrollado que depositó en las manos de Alberto. Aquel papel traía el sello real. Alberto desprendió el sello y leyó para sí su contenido, su semblante se puso rígido, seguidamente se lo entregó al padre que lo leyó en voz alta:
"Señor Alberto Espuelas:
Se le hace de su conocimiento que debido al estado de guerra que nuestro reino mantiene en estos días, Su Majestad le ordena que cumpla con su deber ante él, y se una lo más pronto posible al ejército real para ser destinado al frente de la batalla y defender nuestro honor aun a costa de su propia vida. Se le recuerda que su familia ha estado siempre dispuesta al sacrificio si de honrar a nuestro monarca se trata. La recompensa vendrá en dos formas, si sobrevive, la fama, la gloria y el poder estarán a su disposición, si muere en batalla, su alma será recordada con infinita consideración y afecto.
Mariscal Mayor
Diego de Soto."
Al terminar de leer, a Luis se le llenaron los ojos de lágrimas, igual sucedió con Mónica y Celia, aunque a ella por diferentes razones. Alberto recibió un fuerte abrazo del padre. Que inició un discurso sobre el beneplácito que sentía ante aquella orden del monarca, pero no lo terminó, al ver los llorosos ojos de su esposa y oir los suspiros reprimidos de Celia. Luis abrazó a Mónica y lloró con ella al comprender el sentimiento de su esposa. Celia no soportó más y corrió a sus habitaciones.
En aquel instante, en que Héctor y Alberto contemplaban a los señores de la casa llorar juntos, llegó Federico y por lo desencajado de su rostro fue comprendida inmediatamente la razón de su presencia. Mónica sintió que el mundo entero se le venía encima. Federico, respetuosamente después de saludar a todos, pidió hablar con Celia.
Mónica fue personalmente por su hija. Celia al ver a Federico palideció y casi se desvanece en los brazos de su madre. También acá el silencio cayó pesadamente sobre todos.
Celia y Federico hablaron lejos de todos, en una parte alejada del jardín, su lugar favorito de tantas citas, el mismo lugar donde hace tan sólo un día Federico había propuesto matrimonio a Celia y ella había aceptado. Los amantes lloraron en silencio, sus manos y sus corazones estaban entrelazados. Hubo juramentos, promesas, compromisos entre ellos. La orden del rey no podía dejarse sin atender. Celia tenía su alma doblemente herida, su hermano y su amor... se escapaban de su mundo de manera inevitable...
Federico, Héctor y Alberto, se despidieron formalmente de sus respectivas familias y salieron en veloces cabalgaduras junto a numerosos jóvenes hasta perderse en el horizonte, dejando mucha pena y consternación, pero también mucha esperanza en aquella ciudad.
Y pasaron los días lentamente, los rumores de la guerra iban y venían. Celia recibía cartas de Federico y de Alberto y las respondía inmediatamente. En su alma, tenía la confianza de que tanto su amado como su hermano regresarían pronto y con salud.
Lo mismo hacían Andrea y Mónica. Mientras Luis y Miguel se reunían indistintamente en sus casas, para charlar sobre guerras pasadas, sobre honores defendidos con sangre y batallas que en su propia juventud habían librado, pero en el fondo, ambos hombres llevaban el dolor de sus hijos ausentes, más por no lastimar a sus esposas, guardaban un silencio al respecto que los torturaba constantemente.
Un día, llegó un correo a la casa de los Espuelas. Celia, siempre atenta, lo recibió, al leer la carta, su rostro se transformó y cayó al suelo desmayada. Gertudis corrió a socorrerla y dando de gritos avisó a todos lo que sucedía. Luis llevó a su hija en brazos hasta su habitación y un médico fue requerido de inmediato. Mónica que se encontraba destrozada, tuvo la fuerza suficiente para leer aquella carta que sabía no era nada agradable.
"Señora Celia Espuelas:
En el fragor de la dura batalla, el caballero encuentra el destino que le da fama y renombre. El honor es cuestión sagrada, que debe defenderse hasta las últimas consecuencias. Y así, nuestro rey le da a usted la gracia de su palabra y le pide sea fuerte ante los sucesos trágicos que de la guerra resultan. El señor Federico Santillana ha dado su vida en cumplimiento a su palabra dada al rey de defender el honor de Su Majestad. Le informamos que su cuerpo fue sepultado como se debe y a Nuestro Señor Dios fue elevada la oración por su alma. Su Majestad le está agradecido.
Prior De Batallas
Edgardo Montemayor
Mónica se apretó el pecho, Luis sintió que todo daba vueltas. Ambos se sintieron terriblemente mal por su hija, y al mismo tiempo agradecieron que aquella misiva no trajese el nombre de Alberto en ella. Luis tuvo la obligación de informar a Andrea y Miguel de aquella fatídica noticia que sumió a ambos padres en una dolorosa pena que les cambió la vida.
Celia, enfermó gravemente, estuvo al borde de la muerte por algunos días, pero poco a poco volvió a la vida, a esa vida que ahora le parecía vacía, diferente, sin sentido. Para colmo, después de la trágica noticia de la muerte de Federico, no llegó correo alguno con noticias de Alberto y esto puso a Luis y Mónica en un terrible estado de desesperación.
Tan pronto como se levantó de la cama, Celia dispuso, muy a pesar de sus padres, que ingresaría al convento, nada había ya en el mundo que la retuviera en aquella casa o en aquella ciudad. Los padres trataron en vano de disuadirla de aquella decisión que les parecía muy extrema. Pero Celia mantuvo su palabra. Incluso Andrea y Miguel hablaron con la muchacha, exponiéndoles que ellos habían perdido a un hijo, pero que la vida seguía, y ella era joven, hermosa y que su decisión estaba equivocada. Celia no escuchó. Siete días después de aquellas conversaciones, Celia tocaba la enorme puerta del convento y entraba en él, convencida de renunciar para siempre a la vida pecadora y entregarse al amor de Cristo para siempre.
La madre Eva, superiora del convento, informada ya de los motivos que llevaban a la joven a enclaustrarse en aquel lugar, hizo lo que pudo para motivar a la niña a cambiar su decisión, pero fracasó desde la primera vez. Celia estaba absolutamente convencida de que debía comprometerse con Cristo para siempre.
Exigió que su noviciado no tardará el tiempo normal. Deseaba hacer los votos lo más pronto posible. Y así lo hizo. Se hizo monja y cambio su nombre, como era costumbre, desde aquel día se llamaria Sor Susana y moriría en gracia de Dios, abrazada en el fuego de la pasión del amor de Cristo.
En los meses que siguieron, Sor Susana dio ejemplo de entrega total a sus deberes religiosos con una disciplina envidiable, era la primera en levantarse, ayudaba en la cocina, en el jardín, leía los salmos a las novicias, se encargaba de los animales, y en lo que destacaba era en su gran capacidad para hacer los hábitos de las monjas y reparar los ya usados, Sor Susana era una excelente costurera y pasaba noches enteras sin dormir para tener listas aquellas vestimentas.
En su celda, por la minúscula ventana, entraba la suave luz de la luna que iluminaba todo el interior, el viento, apenas perceptible, entraba y hacía que la llama de la vela bailase suavemente, el murmullo de los cantos de las novicias llegaba levemente hasta su celda, eran noches de luna, hermosa, brillante, digna de una oración de agradecimiento al creador de los cielos, asi lo sentía Sor Susana, en su mente, ahora se repetía una y otra vez la imagen de Cristo, orando, hablando a sus discípulos, cargando su cruz, sufriendo su calvario, siendo clavado en el madero, perdonando a aquellos que le hicieron aquel daño... aquellas palabras... aquellas palabras... hacían eco profundo en su mente...
Una noche de invierno, que caía una lluvia pertinaz sobre el convento, llamaron a la puerta con grandes golpes. Sor Sonia, que era la encargada de la velación aquella noche, atendió al desconocido que venía envuelto de pies a cabeza en una capa de color negro que le daba cierto aire sobrenatural. Pero Sor Sonia no era de las que se atemorizaba muy fácilmente y abriendo de par en par la puerta permitió a aquel hombre entrar.
Dijo llamarse Federico Santillana, que recién volvía de la guerra, que gracias a Dios había sido ganada por Su Majestad y que volviendo a la ciudad buscó como loco a la dueña de su vida, con doble intención, la primera, para informarle que por alguna razón la misiva aquella que refería su muerte, había llevado el nombre equivocado y que desgraciadamente el caído en combate había sido su querido hermano Alberto Espuelas, que a su vez, él había sido herido terriblemente y llevado casi muerto hasta un castillo donde lentamente fue recuperando la salud. Ahora había vuelto y se había enterado de aquella confusión, que deseaba poder decirle a Celia que había vuelto, que su amor estaba completo y que la promesa se había mantenido tal y como habían convenido.
Sor Sonia escuchó pacientemente todo aquel relato. Fue a la cocina y le trajo a Federico un vaso de leche caliente. Y le dijo, que en aquel lugar no había nadie llamada Celia, que estaba equivocado, o estaba loco. Federico le explicó que los padres de Celia le habían dicho que ese era el convento donde Celia habíase hecho encerrar.
Sor Susana se encaminó hacia los enormes lazos del campanario y empezó a jalarlos con fuerza para despertar a sus hermanas y empezar las oraciones matinales. Bajó por las gradas hasta la cocina y desde allí, escuchó la voz fuerte de Sor Sonia que hablaba con alguien. Se dirigió hacia el lugar y se quedó de una pieza al ver el rostro de aquel hombre. El a su vez, sintió que la vida le regresaba al cuerpo al ver a Celia y cayéndo de rodillas le imploró lo escuchara. Sor Sonia que empezaba a comprender quien era Celia, corrió a buscar a Sor Eva y a las demás monjas.
Federico explicó todo, contó su historia, hizo énfasis en los detalles, habló de guerras, de muertos, de Alberto, de aquel castillo, de sus heridas, de su promesa, de su regreso, de su enorme sorpresa, de todo... Sor Susana, lo escuchó.
El corazón de Federico estallaba de emoción, el de Sor Susana estaba tranquilo.
Cuando él calló. Sor Susana, dijo:
"Como mujer amé a un hombre, entregué mi ilusión y mi corazón a ese hombre, pero ese hombre murió y mi ilusión y corazón murieron con él, renací con otro nombre y un hombre que nunca muere me dio una nueva ilusión y un nuevo corazón y ahora como monja amo a ese hombre".
Sor Susana, dio media vuelta... Junto sus manos en oración y se dirigió a la capilla. Federico trató de detenerla pero las monjas se lo impidieron, expulsándolo del convento y cerrando las puertas.
Para Celia... un amor había muerto. Para Sor Susana... un amor había nacido.