lunes, 25 de mayo de 2009

El Sueño

La niña corría, por callejones oscuros, por callejas solitarias, bajo aquella incesante lluvia, el eco de sus pasos la acompañaba en su carrera, no huía de nada, ni de nadie pero tenía prisa por encontrarlo, no podía estar lejos, ella sentía su llamado... el color rojo... estaba presente... siempre presente... el clamor de las olas se escuchaba cercano...



En un instante despertó... su corazón latía fuerte, sudaba y su cuerpo estaba tenso... otra vez aquel sueño perturbaba su infantil existencia... todo en su alrededor estaba oscuro, aún era de noche... sus padres dormían tranquilos en la habitación contigua... no quizo levantarse... no sentía miedo... solo ansiedad... quizá hasta curiosidad...

Poco a poco... lentamente la pesadez del sueño llegó como una tibieza envolvente, como una tranquilidad nebulosa en la que fue cayéndo muy despacio... hasta quedar dormida nuevamente.

Las nubes se disiparon en torno a ella... vio el cielo... tormentoso, violento, rojizo... y el impulso de buscarlo le hizo dar un salto y emprender la carrera; callejones, casas, campos pasaban a su lado vertiginosamente... la lluvia empezó a caer... llenando el ambiente de un color rojizo... el cielo palpitaba.... pero ella no se detuvo... era imperativo encontrarlo... dobló por cien esquinas... hasta llegar a una plaza... de cara al mar... Supo que estaba cerca... el relincho doloroso se escuchó como un eco distante mezclado con el furor de las olas... ella unió sus manos al pecho y se sintió llorar... caminó lentamente, tan lentamente que parecía flotar... la lluvia roja arreciaba... el cielo se encendía por momentos... espantosos relámpagos llenaban por instantes de un brillo rojizo todo el ambiente... y entonces lo vio...

Yacía tirado... su magnífico cuerpo era tal como lo había pensado... se acercó y a pesar de verlo en esa condición no sintió pena o lástima... una inmensa tranquilidad se apoderó de ella cuando llegó a su lado... el caballo, la vio... estaba herido mortalmente... de su cuello manaba sangre... y fue la vista de aquella sangre la que la llenó de una extraña sensación... la sangre roja, viva, vital... que se escapaba de su prisión y fluía al fin libre... se arrodilló y lentamente sus manos entraron en contacto con el líquido rojo...

Por primera vez en su vida sintió una sacudida placentera, la tibieza de la sangre... el relincho que era apenas ya un susurro, la violencia de las cercanas olas... la furia de aquel cielo... la fuerza de la tormenta... todo aquello se unió a su cuerpo y se hizo propio... interno... haciéndola casi perder el sentido... un temblor que anunciaba una satisfacción sin nombre fue haciéndose más y más evidente dentro de su cuerpo... al tiempo que el caballo daba su vida, al tiempo que las olas mostraban lo máximo de su poder, al tiempo que aquel cielo se abría por completo sobre aquella tierra... y todo fue rojo... todo palpitaba... todo se elevaba al límite... incontrolable... insaciable...

Cayó por completo al suelo... sus manos llenas de sangre se apretaban con violencia sobre aquella parte que no se muestra, el último estertor del caballo fue largo, triste... oscuro... la última ola se estrelló violenta, la lluvia se detuvo... el rojo se fue desvaneciendo... el silencio llegó... espeso... casi sólido... y con el silencio lo negro se apropió del universo... y la envolvió a ella, robándole aquel placer... lentamente... convirtiéndola en piedra... sin vida... sin sangre... y deseó que aquello no sucediera... luchó contra el silencio... pero no tenía fuerza alguna...

El sol alumbraba su cuarto... su despertar fue doloroso...

Desde afuera... llegaron inconfundibles los sonidos de cascos sobre el piso del patio... y ella entonces... sonrió satisfecha.

viernes, 22 de mayo de 2009

Alcoba

Oasis...

Lugar de ensueño, pasión...
sediento mi cuerpo
sufriendo el deseo... visión,
que en mi alma advierto,
tranquilo y suave recinto
donde las flores del amor
rosa, azucena, jazmín, jacinto...
se mezclan con primoroso ardor,
y dos alientos
que expresan en jadeos
el mutuo entendimiento
de compartir sus deseos...
Allí en delicioso abrazo...
entre cuatro lujosas paredes,
entre un piso y cielo raso
mil caricias furiosas y leves...
Sobre acojinado lecho,
se entregan dos almas enamoradas
y la ilusión se troca en hecho,
en realidades apasionadas.
Alcoba de imágenes voluptuosas
de palabras ardientes,
pronunciadas sinceras y hermosas
a plena voz, a gritos o silentes.
Lugar de miradas
de manos que se aferran
a las almas que atadas
en su entrega se encierran...
Almohadas que son parte de la hoguera
de ese fuego que sofoca
a dos cuerpos por dentro y por fuera
en suprema ansia, ígnea, loca...
Visión... realidad... hipótesis...
de esta sed que mata, que roba.
Alma mía te quiero en ese oásis...
en el oásis romántico de tu alcoba.

martes, 19 de mayo de 2009

Metamorfosis

Lo único que sabía era que tenía hambre, y todo en su mundo era comestible, caminaba y caminaba y todo era comida a su alrededor, incluso el terreno donde caminaba era comida para él, no perdía tiempo para satisfacer su hambre, pero tan pronto como se llenaba, el hambre volvía a aparecer y siempre con más violencia que la vez anterior y la necesidad era siempre más y más imperiosa.

Se sentía contento de ir siempre en busca de comida bajo aquella luz tan acariciante.

Día tras día, siempre lo mismo, no había tiempo para otra cosa, comer y comer y siempre comer. Sabía que estaba obeso, y grande... porque todo se iba reduciendo de lugar, y mientras más gordo y grande estaba, el hambre se volvía a su vez enorme e inaguantable. Dormía poco, caminaba mucho... siempre comiendo.

Un día, despertó sintiéndose raro, como que si no hubiese dormido lo normal, se sentía pesado, perezoso, y en un momento se percató que no tenía hambre. Eso si que le produjo extrañas sensaciones, estaba tan acostumbrado a comer que no hallaba que hacer. Empezó a caminar lentamente, pero pronto se dio cuenta que caminar no era ya de su gusto.
La modorra continuaba, el mundo entero parecia haberse detenido, y esa luz que siempre lo había acariciado ahora le molestaba, su propio cuerpo le molestaba.

Se quedó quieto en un rincón de ese mundo ahora silencioso. Y sintió sueño... mucho sueño... mientras las molestías de su cuerpo iban tambien multiplicandose... el sueño y el dolor se unieron para mortificarlo y el se retorcía de uno a otro lado, tratando de calmar aquel castigo. De pronto, para su angustia... vio que de su boca, empezó a salir aquella horrible sustancia... pegajosa, espesa... pero el dolor era mayor que la sorpresa y no cesaba en sus movimientos de uno a otro lado... tanto se retorcia que aquella baba blanca iba cayendo sobre todo su cuerpo...

Asi pasaron los minutos, las horas... en aquel devaneo contra el dolor... la baba había cubierto casi todo su cuerpo, y la sustancia se había vuelto sólida y no le permitia ya moverse libremente... y con los últimos chorros de la baba, cubrió su cabeza, quedando en unos momentos completamente cubierto... en pocos minutos más quedo inmóvil, incapaz de poder moverse... y aunque el dolor era intenso, el sueño se incrementó a tal punto que venció todos sus intentos de mantenerse despierto y luchar contra el dolor...

Y asi, dentro de aquella sustancia solidificada, sintió un profundo silencio... una tranquilidad extraña... y sueño y más sueño hasta que no supo más.

Despertaba momentáneamente... una veces soñaba que despertaba...

Hasta que despertó definitivamente... Se sentía muy diferente a como era antes de dormir... el dolor había desaparecido y el mundo, allá afuera de su prisión parecía haber vuelto también a la vida... y sintió la enorme necesidad de salir... necesidad que se convirtió en obsesión... y empezó a moverse violentamente, empujándose con todas sus fuerzas, hasta que en un momento, logró romper la pared y una luz brillante le llenó la cara... se llenó de júbilo... de una alegría inmensa... Se empujó aun con más violencia hasta que logró salir y quedó allí sofocado, enceguecido por la luz brillante... pero el calor de la luz era lo que necesitaba...

Se percató que su gordura había desaparecido... incluso su apariencia era diferente y sobre su espalda... oh... pero qué cosas son esas?... dos maravillosas alas, casi transparentes se iban abriendo poco a poco, calentadas por la luz matutina...

Al fin... aquella oruga se había convertido en una bella mariposa.

sábado, 9 de mayo de 2009

La Mujer y La Monja

Por la ventana entraba la suave luz de la luna, iluminando de plata todo el interior de la habitación, el suave viento mecía las cortinas en un ligero vaivén, el canto de grillos y cigarras llegaba como un murmullo desde el bosque cercano. Era una noche fresca, tranquila, una noche de luna para enamorados y así era como Celia lo sentía. En su mente se repetía una y otra vez el rostro de Federico, su voz, su gallardía, sus ojos y lo principal; sus palabras... Aquellas palabras que musitó de rodillas frente a ella, palabras hermosas que repitió al mostrarle aquella sortija tan plateada como aquella luna... Federico le había propuesto matrimonio, lo hizo con lágrimas en los ojos, temblando de emoción y lleno de humildad... Aquellas muestras de su pasión no le eran extrañas a Celia, desde el primer día que Federico le confesó su sentimiento, había demostrado ser un hombre cariñoso, sin miedo a mostrar su corazón hacia ella, un caballero en todo momento, siempre atento, siempre protector y siempre dispuesto a compartir con ella cualquier emoción que a ella le embargase, fuera esta de alegría o tristeza.

Celia había disfrutado de una vida en todo momento, una hija querida por padres que siempre le han dispensado su atención, su tiempo y su protección, un hermano mayor que ha sido amigo y consejero en todo momento, amigos y amigas que le han dado su cariño honesto y han contado con ella en toda ocasión. Y ahora, sobre toda aquella felicidad y tranquilidad, la propuesta de Federico venía a culminar su vida y darle aun más alegría y tranquilidad.

Aquella noche, mágica y pacífica, Celia sintió el llamado del sueño y lo aceptó con una sonrisa, si en su vida todo brillaba, sus sueños por lógica tendrían que ser mejores. Poco a poco, sus ojos fueron cerrándose y su respiración quedó a un ritmo suave y lento en ritmo con aquellas cortinas mecidas al suave viento nocturno, mientras la luz de la luna continuaba iluminando tenuemente la habitación de la dichosa, y ella se hundía en aquella amable sensación de paz y oscuridad.

En otro lado de la ciudad, el apuesto Federico se mantenía despierto, más a diferencia de Celia, no apreciaba la belleza de la luna ni la tranquilidad de la noche, su atención se concentraba en leer una y otra vez aquella misiva que sostenía entre sus manos, y al hacerlo, sus ojos se llenaban de lágrimas.

"Señor Federico Santillana

Se le hace de su conocimiento que debido al estado de guerra que nuestro reino mantiene en estos días, Su Majestad le ordena que cumpla con su deber ante él, y se una lo más pronto posible al ejército real para ser destinado al frente de la batalla y defender nuestro honor aun a costa de su propia vida. Se le recuerda que su familia ha estado siempre dispuesta al sacrificio si de honrar a nuestro monarca se trata. La recompensa vendrá en dos formas, si sobrevive, la fama, la gloria y el poder estarán a su disposición, si muere en batalla, su alma será recordada con infinita consideración y afecto.

Mariscal Mayor.
Diego de Soto."

Federico se sentía desfallecer, no era un hombre que huyera de sus responsabilidades, su honor y su palabra eran de capital importancia para él, y sabía que responder al llamado del rey era, no una orden injusta, sino al contrario, una oportunidad de demostrar su valor y su interés por el reino, pero que hubiese llegado justo en estos momentos, en que también estaba comprometido su honor con Celia, lo devastaba.

El joven se paseaba por toda su habitación, se pasaba la mano por la cabellera en forma constante, tratándo de hallar un balance, una salida, una solución a aquel dilema que sorpresivamente le había llegado, se castigaba pensando en que había apurado las cosas con Celia, ya que todo el mundo sabía de la difícil situación que se vivía en el reino y los rumores de que los caballeros de las familias principales iba a ser llamados por el rey, ya circulaba en la ciudad, pero Federico, envuelto en esa lógica de los enamorados, no pensó correctamente y se comprometió sin pensar en las consecuencias que ahora estaba viviendo.

A la mañana siguiente, Federico se presentó ante su padre Miguel, el cual de inmediato notó en el rostro de su hijo la preocupación y el desvelo. Federico le tendió a su padre el mensaje real, el padre lo leyó lentamente y al terminarlo, abrazó a su hijo fuertemente y ambos lloraron juntos por largo tiempo. La madre de Federico, Andrea, los encontró abrazados y su corazón supó de qué se trataba. El día trancurrió lentamente, y en aquella casa, reinó el silencio que se mezcló con el orgullo, el honor y la desolación.

Miguel, hombre acostumbrado a pocas palabras, pero siempre muy bien escogidas, sentó a su hijo frente a él y le dio el consejo paternal que Federico necesitaba, el padre, haciendo uso de bien dotada inteligencia, hizo hincapie en los pros y contras de cualquier decisión que el hijo asumiera. Federico escuchó a su padre, en silencio y analizaba las palabras del padre con la mente y el corazón. En el cómodo sillón de al lado, Andrea, su madre, hermosa y tranquila, escuchaba a su marido y en silencio compartía aquellos sabios consejos, asintiéndo levemente cuando su hijo volvía sus ojos hacia ella.

Después del mediodía, Federico ensilló su caballo y salió de su casa con destino a la de Celia, sus padres lo observaban desde un balcón, ambos habían conversado con su hijo durante mucho tiempo sobre aquel problema, por una parte, se sentían orgullosos de que el rey hubiese ordenado a su hijo a unírsele en aquella guerra, sabían que Federico era muy capaz, había sido enseñado desde la tierna infancia en el arte de la guerra, de las armas y la lucha cuerpo a cuerpo, era fuerte, valiente, sagaz, inteligente y perseverante. Andrea, muy adentro de su corazón, encomendaba al Señor del cielo la protección de su hijo. Miguel, sentía en el suyo el doble orgullo de haber servido al padre del ahora rey en similares condiciones y de ver a su hijo cumplir con aquella sagrada misión. Pero ambos padres se consternaban al ver a Federico entre dos compromisos de gran envergadura, ambos de honor, ambos importantes y saber que tenía que escoger solamente a uno...

Celia caminaba por el inmenso jardín de su casa, acompañada de Gertrudis, su dama fiel que sostenía las flores que su ama iba cortando para hacerce un ramo que adornaría su mesita de noche. Respiraba hondo, y el día se le presentaba diáfano, claro, vitalizante... sonreía a cada paso, al observar las pequeñas mariposas y las traviesas abejas buscando las flores más hermosas para alimentarse con su miel.

La campanilla del desayuno sonó a lo lejos, Gertudis apresuró a su ama a regresar a la casa. El desayuno era de vital importancia para la familia y la señorita no podía llegar tarde. Los amables padres de Celia, la esperaban en la puerta con sus acostumbradas sonrisas: Luis, vestido elegantemente, con aquel su aire militar tan propio que le daba una imagen sofisticada y varonil. Mónica, la madre, de una belleza frágil y a la vez poderosa, abrazaron a su hija y juntos se dirigieron a la enorme mesa que ya estaba preparada; en un momento, Héctor el hermano de Celia, se presentó y abrazando al padre, luego de una reverencia ante su madre y hermana se sentó en su lugar y todos iniciaron aquel ritual familiar que fortalecía sus vínculos.

En un momento, en que se hallaban charlando alegremente, apareció repentinamente Alberto, amigo de la niñez de Héctor, miembro a su vez de una distinguida familia, su visita, asi de improviso, sorprendió a todos, más fue la cara larga y seria de Héctor la que los preocupó enseguida.

El joven visitante, después de los saludos de rigor, sacó de su pequeña bolsa un papel enrollado que depositó en las manos de Alberto. Aquel papel traía el sello real. Alberto desprendió el sello y leyó para sí su contenido, su semblante se puso rígido, seguidamente se lo entregó al padre que lo leyó en voz alta:

"Señor Alberto Espuelas:

Se le hace de su conocimiento que debido al estado de guerra que nuestro reino mantiene en estos días, Su Majestad le ordena que cumpla con su deber ante él, y se una lo más pronto posible al ejército real para ser destinado al frente de la batalla y defender nuestro honor aun a costa de su propia vida. Se le recuerda que su familia ha estado siempre dispuesta al sacrificio si de honrar a nuestro monarca se trata. La recompensa vendrá en dos formas, si sobrevive, la fama, la gloria y el poder estarán a su disposición, si muere en batalla, su alma será recordada con infinita consideración y afecto.

Mariscal Mayor
Diego de Soto."

Al terminar de leer, a Luis se le llenaron los ojos de lágrimas, igual sucedió con Mónica y Celia, aunque a ella por diferentes razones. Alberto recibió un fuerte abrazo del padre. Que inició un discurso sobre el beneplácito que sentía ante aquella orden del monarca, pero no lo terminó, al ver los llorosos ojos de su esposa y oir los suspiros reprimidos de Celia. Luis abrazó a Mónica y lloró con ella al comprender el sentimiento de su esposa. Celia no soportó más y corrió a sus habitaciones.

En aquel instante, en que Héctor y Alberto contemplaban a los señores de la casa llorar juntos, llegó Federico y por lo desencajado de su rostro fue comprendida inmediatamente la razón de su presencia. Mónica sintió que el mundo entero se le venía encima. Federico, respetuosamente después de saludar a todos, pidió hablar con Celia.

Mónica fue personalmente por su hija. Celia al ver a Federico palideció y casi se desvanece en los brazos de su madre. También acá el silencio cayó pesadamente sobre todos.

Celia y Federico hablaron lejos de todos, en una parte alejada del jardín, su lugar favorito de tantas citas, el mismo lugar donde hace tan sólo un día Federico había propuesto matrimonio a Celia y ella había aceptado. Los amantes lloraron en silencio, sus manos y sus corazones estaban entrelazados. Hubo juramentos, promesas, compromisos entre ellos. La orden del rey no podía dejarse sin atender. Celia tenía su alma doblemente herida, su hermano y su amor... se escapaban de su mundo de manera inevitable...

Federico, Héctor y Alberto, se despidieron formalmente de sus respectivas familias y salieron en veloces cabalgaduras junto a numerosos jóvenes hasta perderse en el horizonte, dejando mucha pena y consternación, pero también mucha esperanza en aquella ciudad.

Y pasaron los días lentamente, los rumores de la guerra iban y venían. Celia recibía cartas de Federico y de Alberto y las respondía inmediatamente. En su alma, tenía la confianza de que tanto su amado como su hermano regresarían pronto y con salud.

Lo mismo hacían Andrea y Mónica. Mientras Luis y Miguel se reunían indistintamente en sus casas, para charlar sobre guerras pasadas, sobre honores defendidos con sangre y batallas que en su propia juventud habían librado, pero en el fondo, ambos hombres llevaban el dolor de sus hijos ausentes, más por no lastimar a sus esposas, guardaban un silencio al respecto que los torturaba constantemente.

Un día, llegó un correo a la casa de los Espuelas. Celia, siempre atenta, lo recibió, al leer la carta, su rostro se transformó y cayó al suelo desmayada. Gertudis corrió a socorrerla y dando de gritos avisó a todos lo que sucedía. Luis llevó a su hija en brazos hasta su habitación y un médico fue requerido de inmediato. Mónica que se encontraba destrozada, tuvo la fuerza suficiente para leer aquella carta que sabía no era nada agradable.

"Señora Celia Espuelas:

En el fragor de la dura batalla, el caballero encuentra el destino que le da fama y renombre. El honor es cuestión sagrada, que debe defenderse hasta las últimas consecuencias. Y así, nuestro rey le da a usted la gracia de su palabra y le pide sea fuerte ante los sucesos trágicos que de la guerra resultan. El señor Federico Santillana ha dado su vida en cumplimiento a su palabra dada al rey de defender el honor de Su Majestad. Le informamos que su cuerpo fue sepultado como se debe y a Nuestro Señor Dios fue elevada la oración por su alma. Su Majestad le está agradecido.

Prior De Batallas
Edgardo Montemayor

Mónica se apretó el pecho, Luis sintió que todo daba vueltas. Ambos se sintieron terriblemente mal por su hija, y al mismo tiempo agradecieron que aquella misiva no trajese el nombre de Alberto en ella. Luis tuvo la obligación de informar a Andrea y Miguel de aquella fatídica noticia que sumió a ambos padres en una dolorosa pena que les cambió la vida.

Celia, enfermó gravemente, estuvo al borde de la muerte por algunos días, pero poco a poco volvió a la vida, a esa vida que ahora le parecía vacía, diferente, sin sentido. Para colmo, después de la trágica noticia de la muerte de Federico, no llegó correo alguno con noticias de Alberto y esto puso a Luis y Mónica en un terrible estado de desesperación.

Tan pronto como se levantó de la cama, Celia dispuso, muy a pesar de sus padres, que ingresaría al convento, nada había ya en el mundo que la retuviera en aquella casa o en aquella ciudad. Los padres trataron en vano de disuadirla de aquella decisión que les parecía muy extrema. Pero Celia mantuvo su palabra. Incluso Andrea y Miguel hablaron con la muchacha, exponiéndoles que ellos habían perdido a un hijo, pero que la vida seguía, y ella era joven, hermosa y que su decisión estaba equivocada. Celia no escuchó. Siete días después de aquellas conversaciones, Celia tocaba la enorme puerta del convento y entraba en él, convencida de renunciar para siempre a la vida pecadora y entregarse al amor de Cristo para siempre.

La madre Eva, superiora del convento, informada ya de los motivos que llevaban a la joven a enclaustrarse en aquel lugar, hizo lo que pudo para motivar a la niña a cambiar su decisión, pero fracasó desde la primera vez. Celia estaba absolutamente convencida de que debía comprometerse con Cristo para siempre.

Exigió que su noviciado no tardará el tiempo normal. Deseaba hacer los votos lo más pronto posible. Y así lo hizo. Se hizo monja y cambio su nombre, como era costumbre, desde aquel día se llamaria Sor Susana y moriría en gracia de Dios, abrazada en el fuego de la pasión del amor de Cristo.

En los meses que siguieron, Sor Susana dio ejemplo de entrega total a sus deberes religiosos con una disciplina envidiable, era la primera en levantarse, ayudaba en la cocina, en el jardín, leía los salmos a las novicias, se encargaba de los animales, y en lo que destacaba era en su gran capacidad para hacer los hábitos de las monjas y reparar los ya usados, Sor Susana era una excelente costurera y pasaba noches enteras sin dormir para tener listas aquellas vestimentas.

En su celda, por la minúscula ventana, entraba la suave luz de la luna que iluminaba todo el interior, el viento, apenas perceptible, entraba y hacía que la llama de la vela bailase suavemente, el murmullo de los cantos de las novicias llegaba levemente hasta su celda, eran noches de luna, hermosa, brillante, digna de una oración de agradecimiento al creador de los cielos, asi lo sentía Sor Susana, en su mente, ahora se repetía una y otra vez la imagen de Cristo, orando, hablando a sus discípulos, cargando su cruz, sufriendo su calvario, siendo clavado en el madero, perdonando a aquellos que le hicieron aquel daño... aquellas palabras... aquellas palabras... hacían eco profundo en su mente...

Una noche de invierno, que caía una lluvia pertinaz sobre el convento, llamaron a la puerta con grandes golpes. Sor Sonia, que era la encargada de la velación aquella noche, atendió al desconocido que venía envuelto de pies a cabeza en una capa de color negro que le daba cierto aire sobrenatural. Pero Sor Sonia no era de las que se atemorizaba muy fácilmente y abriendo de par en par la puerta permitió a aquel hombre entrar.

Dijo llamarse Federico Santillana, que recién volvía de la guerra, que gracias a Dios había sido ganada por Su Majestad y que volviendo a la ciudad buscó como loco a la dueña de su vida, con doble intención, la primera, para informarle que por alguna razón la misiva aquella que refería su muerte, había llevado el nombre equivocado y que desgraciadamente el caído en combate había sido su querido hermano Alberto Espuelas, que a su vez, él había sido herido terriblemente y llevado casi muerto hasta un castillo donde lentamente fue recuperando la salud. Ahora había vuelto y se había enterado de aquella confusión, que deseaba poder decirle a Celia que había vuelto, que su amor estaba completo y que la promesa se había mantenido tal y como habían convenido.

Sor Sonia escuchó pacientemente todo aquel relato. Fue a la cocina y le trajo a Federico un vaso de leche caliente. Y le dijo, que en aquel lugar no había nadie llamada Celia, que estaba equivocado, o estaba loco. Federico le explicó que los padres de Celia le habían dicho que ese era el convento donde Celia habíase hecho encerrar.

Sor Susana se encaminó hacia los enormes lazos del campanario y empezó a jalarlos con fuerza para despertar a sus hermanas y empezar las oraciones matinales. Bajó por las gradas hasta la cocina y desde allí, escuchó la voz fuerte de Sor Sonia que hablaba con alguien. Se dirigió hacia el lugar y se quedó de una pieza al ver el rostro de aquel hombre. El a su vez, sintió que la vida le regresaba al cuerpo al ver a Celia y cayéndo de rodillas le imploró lo escuchara. Sor Sonia que empezaba a comprender quien era Celia, corrió a buscar a Sor Eva y a las demás monjas.

Federico explicó todo, contó su historia, hizo énfasis en los detalles, habló de guerras, de muertos, de Alberto, de aquel castillo, de sus heridas, de su promesa, de su regreso, de su enorme sorpresa, de todo... Sor Susana, lo escuchó.

El corazón de Federico estallaba de emoción, el de Sor Susana estaba tranquilo.

Cuando él calló. Sor Susana, dijo:

"Como mujer amé a un hombre, entregué mi ilusión y mi corazón a ese hombre, pero ese hombre murió y mi ilusión y corazón murieron con él, renací con otro nombre y un hombre que nunca muere me dio una nueva ilusión y un nuevo corazón y ahora como monja amo a ese hombre".

Sor Susana, dio media vuelta... Junto sus manos en oración y se dirigió a la capilla. Federico trató de detenerla pero las monjas se lo impidieron, expulsándolo del convento y cerrando las puertas.

Para Celia... un amor había muerto. Para Sor Susana... un amor había nacido.

sábado, 2 de mayo de 2009

Perdidos en la Noche

Al abrigo de las oscuras callejas,
se deslizan las almas solitarias
y avanzan por la noche temerarias
deshilando de sus vidas, las madejas.

Son aves tristes y nocturnas
que no aceptan ninguna compañía,
huyendo del sol, huyendo del día
fieles a su existencia vagabunda.

¿Qué razón...? ¿Qué misterio o martirio...
fue causante de vida tan amarga?
¿De qué está hecha semejante carga...
que los lleva y los arrastra al suicidio?

Quizá... un desdén amoroso...
una flor inconquistable
de corazón soberbio e inquebrantable
con espíritu cruel y alevoso.

O fue quizá la marca de la suerte
que un día ya pasado
se llevó a un ser adorado
al abismo eterno de la muerte.

O el peso pecador de una conciencia
que lleva una pena inconfesable,
una acción perversa y excecrable
que los mantiene en eterna vergüenza.

Y condenados a vivir en su castigo
se niegan para siempre la alegría,
arropados en severa melancolía,
lloran en secreto lo perdido.

Hijos de Dios, abandonados...
por amor, por pena o por culpa;
sintiendo que todo los inculpa,
y obliga a ser por siempre desdichados.