La suave arena, el viento fresco, el cadencioso ritmo del oleaje, la inmensidad del mar eran los elementos de mi mundo en aquel glorioso instante en que el cielo se incendiaba al atardecer, el sol, como una gran bola de brillante fuego, enredaba su luz entre las nubes que jugaban tratando de esconderlo tras ellas, era una visión esplendorosa, radiante, única. Me sentía testigo especial, un elegido, cuyos ojos mortales contemplaban un paisaje incomprensible pero absolutamente hermoso.
Mi ser entero vibraba al compás de la música natural, inaudible pero cautivante de aquel movimiento de las esferas, de aquel cambio entre luz y oscuridad.
El cambio era lento, magnífico, la totalidad de la naturaleza, de la vida, iba cambiando también en aquel avance de las penumbras, el bullicio del día, su movimiento, su arremolinada actividad, se iba haciendo menos perceptible dando paso a la tranquilidad, a la lentitud, a la paz. El viento fresco a aquella hora crepuscular, habíase sentido caluroso hace tan sólo unos instantes y hasta su soplo era carente de ráfagas sorpresivas.
El cielo entero tornaba aquellos vivos y brillantes colores en suaves tonos, en apacibles azules oscuros, allá en la parte contraria al rey sol mientras que cerca a él, los naranjas y los rosados explotaban en una cadencia maravillosa.
La nubes parecían tratar de envolver al sol, para retenerlo o para cobijarlo... no lo sé... el espectáculo es un derroche de belleza, de luz y sombra, de movimiento y descanso...
Era mi diaria cita con aquel cambio monumental, mi diario recorrido por aquella playa tranquila que se transformaba cada día para recibir cada noche. Y al igual que todo cambiaba, mi propia persona, mi humanidad, mi mente, mi percepción, mis sentimientos incluso se modificaban en aquella sublime hora entre el día y la noche.
El atardecer... momento de reflexión... de profunda meditación... de fastuosa gloria.
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